Como
era de costumbre casi todos los días, a caminar por los alrededores de la plaza
de Atenas Sócrates salía.
Mientras
paseaba por aquel lugar el solía encontrarse con amigos y conocidos que también
frecuentaban esa parte de la ciudad. Ratos largos conversaban sobre cualquier
asunto que se les antojaban, olvidando muchas veces regresar a casa con los
mandados que salía hacer.
Sócrates
tenía por costumbre salir por las mañanas y una vez en la calle entre chanza y
chanza se demoraba.
En
ocasiones el llegaba, por las noches a su casa, lo que hacía que su mujer,
Jantipa se enojara y se irritara. Esta mujer solía tener un carácter fuerte y en
muchas ocasiones se mostraba sulfurada y su temperamento como un olla
hirviente.
Una
mañana en la que Jantipa se mostraba un poco harta de la situación de su marido
decidió prohibirle que saliera a hacer las diligencias para evitar que se
quedara hablando con sus amigos. Todo con el pretexto de que éste se quedara en
la casa por lo menos un día, decidió salir ella a hacer lo que Sócrates a hacer
solía.
Caminando
por la calle que su marido frecuentaba se le acercó un hombre alto a
preguntarle por Sócrates que desde la mañana no lo encontraba. Ella, con un
tono de burla a aquel hombre le comunicaba que le había prohibido salir a ese
bueno para nada.
Aquel
amigo de Sócrates oyendo la respuesta de Jantipa se retiró convencido que su
amigo hoy no salía. ¡Oh, pobre mi amigo!
Debe estar encadenado, conociendo a su mujer que salir no lo ha dejado. Estas
fueron las palabras de aquel hombre regañado que Jantipa en su camino se le
había atravesado.
¡Sócrates
que mal has hecho!, ¡que mujer la que te ha tocado!, te hubiera ido mejor el no
haberte casado. Estas fueron las palabras de aquel hombre indignado que se
quedó esperando a Sócrates toda la mañana preocupado.