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El Victimismo Latinoamericano: Heridas que no Cierran y Opio de Todo un Pueblo

 

Berni Antonio - Manifestación (1934)

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El Victimismo Latinoamericano: Heridas que no Cierran y Opio de Todo un Pueblo

Desde que he aprendido a apelar a el sentido común, he notado que nuestra América hispana carga sobre sus espaldas un relato de dolor, injusticia y resistencia. Desde la Conquista hasta las dictaduras del siglo XX, pasando por la explotación colonial y la injerencia extranjera, nuestro continente ha construido su identidad a partir del sufrimiento. Sin embargo, en las últimas décadas, ese dolor histórico ha derivado, en algunos sectores, en una narrativa de victimismo cultural que más que empoderar, inmoviliza. No es negar el pasado; es señalar que vivir atrapados en él termina por esterilizar las posibilidades de transformación real.

Nuestro pedacito de América no solo ha sufrido; también ha aprendido a disfrutar del sufrimiento. Nuestra identidad se ha construido como una respuesta al agravio, como una búsqueda constante de culpables externos que expliquen nuestra precariedad interna. El colonialismo, el imperialismo, la globalización, las dictaduras, el racismo estructural: cada herida se convierte en un monumento, pero rara vez en un motor de transformación.

Desde mi punto de vista, el victimismo cultural consiste en una perpetuación de la queja como principal herramienta de identidad. Nos narramos a nosotros mismos como eternos perjudicados: del imperialismo, del neoliberalismo, de las potencias extranjeras, de nuestras propias élites. Pero rara vez se acompaña esa narración con un análisis autocrítico o con un llamado a la acción consistente. Se exige reparación, pero no responsabilidad. Se idealiza un pasado precolombino casi mítico o una resistencia heroica constante, mientras se pasa por alto la profunda complejidad interna de nuestras sociedades: corrupción endémica, violencia estructural, racismo internalizado y sistemas educativos débiles.

El problema no radica en reconocer la historia, sino en convertirla en excusa, tal cual como lo hizo José Martí en su ensayo Nuestra América (1891) y Eduardo Galeano en el suyo, Las Venas Abiertas de América latina (1971). El victimismo cultural se convierte en un refugio cómodo: si somos víctimas, no somos responsables de nuestras propias fallas. Si el otro siempre es culpable, nuestras carencias son ajenas. Este relato puede ser útil políticamente —es más fácil movilizar desde la indignación—, pero a largo plazo alimenta la dependencia, no la emancipación.

Paradójicamente, el victimismo latinoamericano, que pretende ser una denuncia contra el colonialismo y la dominación externa, termina reproduciendo formas coloniales de pensamiento. Al asumirnos como eternamente oprimidos, delegamos en otros (el norte global, los organismos internacionales, los supuestos "salvadores") la tarea de rescatarnos. Se pide reconocimiento externo en vez de construir soberanía interna. Se exige respeto a nuestra identidad, pero muchas veces se rehúye el esfuerzo de construir una cultura política que articule esa identidad en acciones concretas, modernas y liberadoras.

Esto no significa que el dolor deba ser olvidado. La memoria histórica es esencial para entender quiénes somos. Pero la memoria no puede ser el ancla que impida avanzar. Una Latinoamérica adulta y libre sería aquella que transforma su dolor en impulso, no en pretexto; que reconoce a sus víctimas, pero no se instala en el papel de víctima; que honra su pasado sin quedarse secuestrada por él.

Hoy más que nunca, en un mundo globalizado donde la competencia es brutal y la narrativa importa tanto como los hechos, Latinoamérica necesita desprenderse de la comodidad amarga del victimismo. No somos —no debemos ser— el continente eterno de los lamentos. Somos un territorio de creatividad, de resistencia real, de posibilidades inmensas. Solo hay que tener el coraje de asumirnos no solo como herederos del dolor, sino también como forjadores de nuestro destino.

Latinoamérica ha encontrado en el victimismo su nuevo himno nacional. Un lamento perpetuo, un canto de acusaciones contra el mundo, un eterno señalar con el dedo. El colonialismo, el FMI, los Estados Unidos, Europa, las grandes corporaciones, el cambio climático, las élites locales, la historia, el karma: todo conspira contra nosotros. Todo es culpable, menos nosotros. ¿Hasta cuándo?

El victimismo cultural latinoamericano se ha convertido en una industria. Hay políticos que viven de él, académicos que lo rentabilizan en congresos internacionales, ONGs que lo explotan para recibir fondos, influencers que construyen su marca personal en base a la indignación selectiva. Y, mientras tanto, las sociedades se pudren en corrupción, mediocridad y autoritarismo, protegidas por la excusa sempiterna de "la culpa es de otros".

 

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