
Desde que
he aprendido a apelar a el sentido común, he notado que nuestra América hispana
carga sobre sus espaldas un relato de dolor, injusticia y resistencia. Desde la
Conquista hasta las dictaduras del siglo XX, pasando por la explotación
colonial y la injerencia extranjera, nuestro continente ha construido su
identidad a partir del sufrimiento. Sin embargo, en las últimas décadas, ese
dolor histórico ha derivado, en algunos sectores, en una narrativa de
victimismo cultural que más que empoderar, inmoviliza. No es negar el pasado;
es señalar que vivir atrapados en él termina por esterilizar las posibilidades
de transformación real.
Nuestro pedacito
de América no solo ha sufrido; también ha aprendido a disfrutar del
sufrimiento. Nuestra identidad se ha construido como una respuesta al agravio,
como una búsqueda constante de culpables externos que expliquen nuestra
precariedad interna. El colonialismo, el imperialismo, la globalización, las
dictaduras, el racismo estructural: cada herida se convierte en un monumento,
pero rara vez en un motor de transformación.
Desde mi
punto de vista, el victimismo cultural consiste en una perpetuación de la queja
como principal herramienta de identidad. Nos narramos a nosotros mismos como
eternos perjudicados: del imperialismo, del neoliberalismo, de las potencias
extranjeras, de nuestras propias élites. Pero rara vez se acompaña esa
narración con un análisis autocrítico o con un llamado a la acción consistente.
Se exige reparación, pero no responsabilidad. Se idealiza un pasado
precolombino casi mítico o una resistencia heroica constante, mientras se pasa
por alto la profunda complejidad interna de nuestras sociedades: corrupción
endémica, violencia estructural, racismo internalizado y sistemas educativos
débiles.
El
problema no radica en reconocer la historia, sino en convertirla en excusa, tal
cual como lo hizo José Martí en su ensayo Nuestra América (1891) y
Eduardo Galeano en el suyo, Las Venas Abiertas de América latina (1971).
El victimismo cultural se convierte en un refugio cómodo: si somos víctimas, no
somos responsables de nuestras propias fallas. Si el otro siempre es culpable,
nuestras carencias son ajenas. Este relato puede ser útil políticamente —es más
fácil movilizar desde la indignación—, pero a largo plazo alimenta la
dependencia, no la emancipación.
Paradójicamente,
el victimismo latinoamericano, que pretende ser una denuncia contra el
colonialismo y la dominación externa, termina reproduciendo formas coloniales
de pensamiento. Al asumirnos como eternamente oprimidos, delegamos en otros (el
norte global, los organismos internacionales, los supuestos
"salvadores") la tarea de rescatarnos. Se pide reconocimiento externo
en vez de construir soberanía interna. Se exige respeto a nuestra identidad,
pero muchas veces se rehúye el esfuerzo de construir una cultura política que
articule esa identidad en acciones concretas, modernas y liberadoras.
Esto no
significa que el dolor deba ser olvidado. La memoria histórica es esencial para
entender quiénes somos. Pero la memoria no puede ser el ancla que impida
avanzar. Una Latinoamérica adulta y libre sería aquella que transforma su dolor
en impulso, no en pretexto; que reconoce a sus víctimas, pero no se instala en
el papel de víctima; que honra su pasado sin quedarse secuestrada por él.
Hoy más
que nunca, en un mundo globalizado donde la competencia es brutal y la
narrativa importa tanto como los hechos, Latinoamérica necesita desprenderse de
la comodidad amarga del victimismo. No somos —no debemos ser— el continente
eterno de los lamentos. Somos un territorio de creatividad, de resistencia
real, de posibilidades inmensas. Solo hay que tener el coraje de asumirnos no
solo como herederos del dolor, sino también como forjadores de nuestro destino.
Latinoamérica
ha encontrado en el victimismo su nuevo himno nacional. Un lamento perpetuo, un
canto de acusaciones contra el mundo, un eterno señalar con el dedo. El
colonialismo, el FMI, los Estados Unidos, Europa, las grandes corporaciones, el
cambio climático, las élites locales, la historia, el karma: todo conspira
contra nosotros. Todo es culpable, menos nosotros. ¿Hasta cuándo?
El
victimismo cultural latinoamericano se ha convertido en una industria. Hay
políticos que viven de él, académicos que lo rentabilizan en congresos
internacionales, ONGs que lo explotan para recibir fondos, influencers que
construyen su marca personal en base a la indignación selectiva. Y, mientras
tanto, las sociedades se pudren en corrupción, mediocridad y autoritarismo,
protegidas por la excusa sempiterna de "la culpa es de otros".
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