Qué Significa Ser Realmente un Fascista
Actualmente
el termino fascista se ha convertido en un comodín político y en una palabra
misil, la cual, suele ser empleada con la intención de insultar, para
descalificar posturas incómodas y, a menudo, para simplificar debates complejos
por parte de quienes suelen emplearla. Dejando a un lado la espuma del discurso
público, es necesario volver al concepto en sí para desmontar la idea que se ha
empezado a construir alrededor del término fascista y por ello es necesario
hacer un análisis detallado de lo qué significa, de manera rigurosa y crítica,
ser un fascista hoy.
Primeramente,
ser fascista no es simplemente ser autoritario ni tener ideas conservadoras. En
cierta medida, el fascismo, como doctrina política, implica una visión
totalizante del poder. Éste nace del rechazo explícito al pluralismo y se
alimenta de la idea de que la sociedad debe funcionar como un cuerpo único,
obediente, sin fracturas ni contradicciones. En el fascismo, la discrepancia no
es un derecho: es una amenaza. Y quien la expresa se convierte en enemigo
interno.
El
verdadero fascista cree en la superioridad de un “nosotros” que se presenta
como homogéneo: una nación pura, un pueblo esencial, una identidad
incontaminada. Ese nosotros necesita, por definición, un ellos que sirva de
contraste y, en muchos casos, de chivo expiatorio. Migrantes, opositores,
minorías o intelectuales críticos: cualquiera que no encaje en el molde puede
ser señalado como desestabilizador del orden establecido.
Otro
rasgo fundamental que debemos identificar de un verdadero fascista es la
glorificación de la fuerza. Para el fascista, la violencia (sea esta física,
simbólica o institucional) no es un accidente, sino una verdadera herramienta
legítima para imponer la unidad que predica. En su visión la política deja de
ser un espacio para el diálogo y se convierte en un escenario de combate
permanente. Para el verdadero fascista la complejidad es vista como debilidad y
la negociación, como una traición.
Ser
fascista también implica ser adepto de la idea de sostener una verdad distorsionada
de la realidad. Para un fascista, los hechos deben subordinarse a la narrativa
que convenga mantener la cohesión del grupo. Y para él, la propaganda no solo informa,
sino que también moldea la realidad. De este modo, cualquier contradicción
entre discurso y hechos puede ignorarse o reescribirse a conveniencia, siempre
y cuando fortalezca el proyecto político.
Finalmente,
el fascismo se sostiene sobre la renuncia a la responsabilidad individual.
Quien adopta esta visión delega su agencia en un líder carismático que promete
orden, grandeza o redención nacional. Ese líder no se limita solo a gobernar,
sino también exige adhesión emocional. Su legitimidad no proviene de
instituciones, sino de la fe que despierta en sus adeptos.
En
términos actuales, un fascista no es simplemente quien simpatiza con ideas
duras o radicales, es quien está dispuesto a sacrificar derechos, diversidad y
debate democrático en nombre de una unidad ficticia que no existe en sí, puesto
que la realidad es otra. Es quien acepta (o promueve) que la fuerza prevalezca
sobre la ley, que el miedo sustituya al razonamiento y que la obediencia se
transforme en virtud cívica.
El
problema, entonces, no es solo identificar al fascista, es también reconocer
las condiciones sociales que permiten que su discurso avance: la frustración,
la desconfianza, la desigualdad y la tentación del orden simple en tiempos
complejos. Si entendemos eso con claridad damos pues el primer paso para evitar
que la palabra fascismo deje de ser un insulto pasajero y vuelva a convertirse
en una realidad política tangible.

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